Telegráfica nº 4

Título: La primera mañana del mundo               Año de publicación: 2016

Incluido en la revista monográfica Telegráfica nº 4, dedicada a lo Salvaje

«Cada año, sin que nadie se tomara la molestia de hacer esa terrible resta, iban quedando menos habitantes en aquel lugar, un terrible páramo inhóspito y desamparado alejado de la mano de dios y de los hombres; pero los pocos que aún resistían, haciendo alarde de una obstinación alocada, de una firmeza sin contemplaciones ni esperanza, conocían de sobra el almacén de Strand: cuatro tablas mal puestas, el porche desangelado, un letrero casi caído y medio borrado, el polvo irrespirable y la penumbra sobrecogedora en su interior, amén de todos los pertrechos necesarios para desafiar aquel desierto y aguantar, sin quererlo verdaderamente, solo por pura y simple supervivencia, una temporada más. El almacén siempre había estado allí, nadie recordaba nada diferente ni guardaba una imagen distinta; aunque pocos rebuscaban en el pozo del pasado o hacían preguntas: a fin de cuentas, aquella era la norma para todo en medio de esa nada.

Strand abastecía a colonos, exploradores, también a los nativos y por supuesto a los ocasionales aventureros que pretendían, desoyendo cualquier consejo, internarse en aquella condenada extensión inabarcable, envenenada y luminosa que quedaba más allá del almacén, convertido así en una ridícula frontera entre el mundo real y el delirio desconocido, ese infierno sugerente y tan temido. Aquel territorio era implacable, sobre todo del almacén de Strand en adelante, y los que permanecían en él tenían buenas razones para hacerlo: cada cual comprendía las del otro, y callaba. De aquellos que se atrevían a cruzar el límite, pocos regresaban; en realidad, ninguno. Todos sucumbían. Nadie los esperaba de vuelta.

Los personajes habituales, esos que se congregaban en el almacén de Strand cada mañana cuando no tenían nada que hacer, y esto ocurría casi siempre (la única ocupación respetada y valiosa consistía en protegerse del sol, sudar lo menos posible, aguantar), hacían apuestas cuando un incauto, después de comprar avituallamiento, municiones, quizá un amuleto indígena, ya obsoleto y sin garantías, abandonaba el refugio del almacén y comenzaba su último viaje, cuyo desenlace es seguro que presentía, pero fatalmente se negaba a admitir. Sin embargo, las apuestas no surgían por maldad, mucho menos por crueldad o sadismo, sino para matar el tiempo, para llenar los espacios vacíos del aburrimiento y no tener que hablar más de la cuenta. Allí las palabras eran pocas, y su significado había alcanzado la precisión, también la claridad, de los símbolos y de las profecías. Las predicciones de Strand nunca fallaban: ninguno alcanzaría ni siquiera la cabaña del viejo Himmel, el único habitante que vivía en medio del desierto; y el único que, llegado el caso, podría haberles prestado un poco de ayuda. Pero jamás llegó el caso, y Strand secretamente se alegraba: apreciaba al viejo Himmel, como todos por la zona, y prefería que nadie le causara molestias, aunque estas fueran de vida o muerte.» (Extracto del relato)

Sombra Telgráfica 3

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